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Foto del escritorIglesia de san Josemaría

Meditaciones: 22 de diciembre

Reflexión para meditar el 22 de diciembre. Los temas propuestos son: el agradecimiento de María; nuestro deseo de Dios es socorrido por Él; de la gratitud a la generosidad.





MARÍA ha caminado deprisa hasta el lugar donde viven Isabel y Zacarías. Al llegar comprueba que es verdad todo lo que le ha dicho el ángel. Lo creía firmemente, pero ver a su prima esperando un hijo la llena de gozo. Se confirma nuevamente lo que ya siente en sus entrañas: la presencia del Mesías. Su alegría se desborda y se la contagia al mismo Juan. Podemos pensar que el Bautista, ya desde el vientre de su madre, espera ansioso el momento de proclamar la buena noticia: Juan no pierde un instante y se lo anuncia a su madre, que por ahora es la única que le escucha.


Para María fue posiblemente un gozo inmenso poder compartir con alguien lo que llenaba su corazón. Al saludar a Isabel se dio cuenta rápidamente de que ella ya sabía todo. Hasta ahora había mantenido la noticia en lo más íntimo de su corazón. La Madre de Jesús rompe a cantar y, en su alabanza, entrelaza la historia de Israel y las palabras que ha leído tantas veces en la Sagrada Escritura. Es tan grande el amor divino por ella que no sabe cómo expresarlo; tiene que tomar palabras prestadas del mismo Dios, como nosotros lo hacemos casi siempre en la liturgia de la Iglesia. Isabel le ha dicho cosas preciosas, pero ella enseguida las dirige al autor de tanta maravilla. Así será toda su vida: llevar a los hombres a Dios.


«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador» (Lc 1,46). A María le impresiona cómo hace Dios las cosas y la razón por la cual se sirve de ella: «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). María se siente mirada de una forma especial por Dios y esa convicción le lleva a dar gracias.


SEGURAMENTE María nunca había soñado con hallar tanta gracia delante de su Creador. Se da cuenta de que es la inmensa bondad de Dios la que se derrama sin más motivo que la misma libertad divina. No podemos salir de nuestro asombro. Nos resulta difícil imaginarnos y creer en un Dios así de complaciente con nosotros, pobres criaturas.


A la vez, por la experiencia del pecado, también puede suceder que a veces nos sintamos un poco ajenos a este agradecimiento, porque no podemos olvidar que «la capacidad perceptiva para con Dios parece casi una dote para la que algunos están negados. Y, en efecto, nuestra manera de pensar y actuar, la mentalidad del mundo actual, la variedad de nuestras diversas experiencias, son capaces de reducir la sensibilidad para con Dios, de dejarnos “sin oído musical” para Él»[1]. No nos ha de inquietar esa falta de oído. Santo Tomás de Aquino nos tranquiliza: «Tan espléndida es la gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo Él más por nosotros de lo que podemos comprender»[2]; es decir, aunque nuestra capacidad para sintonizar con Él pueda estar menguada, la gracia de Dios va mucho más allá y nos socorre.

Dios se vuelca con cada una de sus hijas e hijos con toda su intensidad. «No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente (...). Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad»[3]. Ser santo es dejarse querer por Dios así, porque le da la gana, sin ningún otro motivo. San Josemaría utilizaba palabras que quizá nos resultan sorprendentes: «Con la Fe y el Amor, somos capaces de chiflar a Dios, que se vuelve otra vez loco –ya fue loco en la Cruz, y es loco cada día en la Hostia–, mimándonos como un Padre a su hijo primogénito»[4]. Nosotros también somos objeto de esa mirada gratuita de Dios. María se da cuenta de que su alegría será proclamada por todas las generaciones y de ese agradecimiento brota su entrega.


DE UN CORAZÓN agradecido brotan con facilidad deseos de correspondencia y de generosidad. Podremos alcanzar la verdadera felicidad y el compromiso total para devolver amor por amor solo cuando dejemos que nuestro corazón reaccione con agradecimiento. Nuestras fuerzas no pueden devolver a Dios algo proporcional a lo que Él nos ha dado. Esta incapacidad, de alguna manera, nos libera. Nuestra misma entrega es obra de quien «ha hecho en mí cosas grandes» (Lc 1,49) porque es todopoderoso, también para sacar de nosotros lo que inicialmente nos supera. «Su misericordia se derrama de generación en generación» (Lc 1,50), desde Abraham hasta hoy, hasta mi vida, concreta, ordinaria y escondida a tantas personas.


A Dios le gusta manifestar el poder de su brazo y así confundir a los que piensan que pueden por sí solos y que su voluntad es suficiente para ser felices. Dios ha mandado poner en lo más alto de su reino a los humildes, a los pequeños que se dejan hacer grandes. Hará temblar cualquier trono construido por manos humanas. A quien se siente necesitado, Dios lo quiere colmar de bienes, entre los cuales el primero de ellos es su amor incondicional e infinito: está decidido a desbordar nuestra imaginación y a superar nuestros deseos más optimistas.


Lamentablemente, a los que se sienten ricos sin serlo, Dios no los podrá llenar de su tesoro. Esto será un gran pesar para Él, ya que desea llenar de su amor a todos sus hijos. Pero así es la historia de su misericordia, de su tierno cariño por cada uno. Es la historia de la libertad de un Dios que ofrece todo su gozo de generación en generación, que continuamente busca caminos para que el hombre se deje querer. María, con su «fiat», lo ha conseguido como nadie, y estará encantada de enseñarnos y de acompañarnos en el camino.



[1] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2009.

[2] Santo Tomás de Aquino, Sobre el Credo, 1. c., 61.

[3] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.

[4] San Josemaría, Instrucción 19-III-1934, n. 39.

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