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Meditaciones: viernes de la 6.ª semana del tiempo ordinario

Reflexión para meditar el viernes de la 6.ª semana del tiempo ordinario. Los temas propuestos son: Jesús trae luz en el sufrimiento; Dios ha corrido el riesgo de nuestra libertad; unir nuestra vida a la cruz de Cristo.



TRAS LA CONFESIÓN de fe de Pedro, y tras predecir su pasión y su muerte, Jesús quiere arrojar luz al sentido del dolor en nuestra vida. Es verdad que el Hijo de Dios todavía no había afrontado la cruz, pero podía ya hablar de ella. Congrega a sus discípulos. Mucha otra gente se arremolina para escucharle. «Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará» (Mc 8,34-35).


No existe vida cristiana que no pase por la cruz. En realidad, no existe vida sobre la tierra que pueda ahorrarse fatigas y sufrimientos; todos experimentamos de cerca, en nuestra propia vida, la presencia del mal así como la propia fragilidad y debilidad, como consecuencia del pecado. Pero sabemos que, al principio, las cosas no eran así. Y esa armonía es la que Cristo ha querido, de alguna manera, restablecer, pero siempre respetando nuestra libertad de abrirle o no nuestra alma.


«La Cruz de Jesús es la palabra con la que Dios ha respondido al mal en el mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal y se queda en silencio. En realidad, Dios ha hablado y respondido; y su respuesta es la Cruz de Cristo. Una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y es también Juicio. Dios nos juzga amándonos: si recibo su amor, me salvo; si lo rechazo, me condeno. No me condena él, sino que me condeno por mí mismo. Dios no condena, sino que ama y salva. La palabra de la Cruz es la respuesta de los cristianos al mal que sigue actuando en nosotros y alrededor nuestro. Los cristianos tienen que responder al mal con el bien, tomando sobre sí mismos la Cruz, como Jesús»1.


CUANDO SAN JOSEMARÍA contempla la escena del Via Crucis en que condenan a muerte a Jesús, considera la capacidad que tenemos los hombres de aceptar o no sus designios, nuestra posibilidad de «dar curso» de maneras muy diversas al amor que Dios nos tiene: «Quedan lejanos aquellos días en que la palabra del Hombre-Dios ponía luz y esperanza en los corazones, aquellas largas procesiones de enfermos que eran curados, los clamores triunfales de Jerusalén cuando llegó el Señor montado en un manso pollino. ¡Si los hombres hubieran querido dar otro curso al amor de Dios!»2.


«Es un misterio de la divina Sabiduría que, al crear al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1,26), haya querido correr el riesgo sublime de la libertad humana»3. «Ese riesgo, desde los albores de la historia, llevó efectivamente al rechazo del amor de Dios». Pero, también así, la libertad «se mantiene como un bien esencial de cada persona humana, que es necesario proteger. Dios es el primero en respetarla y amarla»4.


Considerando el curso de la historia humana, puede sorprender que en el mismo origen la persona haya tomado libremente un camino alejado de la confianza en el amor de Dios. Incluso alguna vez quizá podríamos pensar que sería mejor no tener «tanta libertad» viendo cómo nos dañamos a nosotros mismos. De hecho, cuando vemos que una persona cercana no se dirige hacia un camino bueno, tantas veces quisiéramos llevarla en otra dirección. Es bueno volver la mirada hacia Dios y descubrir por qué nos ha hecho tan libres: la magnitud del riesgo que asume, muestra a su vez la magnitud del don que se da; solo desde la fuerza de nuestra libertad puede surgir un amor verdadero que nos lleve hacia la felicidad.


«SABEMOS QUE, en realidad, nada falta a la inmensa eficacia del sacrificio de Cristo. Pero Dios mismo, en su Providencia que no acabamos de entender del todo, quiere que participemos en la aplicación de su eficacia. Esto es posible porque nos ha hecho partícipes de la filiación de Jesús al Padre, por la fuerza del Espíritu Santo: “Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con él, para ser también con él glorificados” (Rom 8, 17)»5.


Del costado abierto de Cristo en la cruz surgen los sacramentos de la Iglesia: allí está el tesoro más grande de gracia. También podemos unirnos personalmente a la cruz de Jesús ofreciendo cada cosa que hacemos junto con el sacrificio de Cristo, convirtiendo toda nuestra vida en una Misa. De la misma manera, «cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús. Así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo»6.


Todos los santos han dejado crecer esta cercanía a la cruz en su vida. «Quiere la Cruz –decía san Josemaría–. Cuando de verdad la quieras, tu Cruz será... una Cruz, sin Cruz. Y de seguro, como Él, encontrarás a María en el camino»7.



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